Reseña de "El niño que perdió la guerra", de Julia Navarro: Una novela que te desarma (a ratos)

Julia Navarro regresa al campo de batalla literario con El niño que perdió la guerra, una novela que, más que perder la guerra, parece haber ganado unas cuantas peleas con su agilidad narrativa y su ambición histórica. Eso sí, como cualquier soldado, a veces pisa una mina: las obviedades.

La editorial Plaza & Janes publica en España "El niño que perdió la guerra", en edición en tapa dura, de 640 páginas, por 23,65€. También está disponible para descargar en versión para descargar para Kindle, por 12,34€.​

Una trama con más frentes abiertos que la Segunda Guerra Mundial

Navarro nos lleva de las trincheras de la Guerra Civil Española a los gélidos páramos del Gulag soviético, pasando por los despachos de Stalin y las caricaturas republicanas. Todo esto mientras seguimos las desventuras de Pablo, un niño cuya vida es un cruce constante de fronteras, destinos y dictadores con muy mala leche.

La novela comienza con un guiño elegante a Anna Ajmátova, cuya poesía abre la puerta a la historia de Anya, una madre adoptiva que pasa más penalidades que un republicano en un campo de trabajo. Con ella y su esposo, el comandante Borís Petrov, el pequeño Pablo se embarca en una odisea existencial que plantea la gran pregunta: ¿Quién soy? ¿Un huérfano español? ¿Un soviético accidental? ¿Un personaje que Navarro usa para ilustrar la crueldad de dos dictaduras? ¡Quién sabe! Pero lo que está claro es que Pablo no es un niño, sino un símbolo con patas.

Libertad, tiranía y una pizca de drama de sobremesa

El gran tema de la novela es la libertad, pero desde su antítesis: cárceles, Gulags y dictaduras que no te dejan ni respirar sin pedir permiso. A través de las más de seiscientas páginas, Navarro teje historias que, aunque interesantes, a veces parecen querer golpearte en la cabeza con su mensaje. Porque sí, ya entendimos que Stalin era malo y Franco también; no hacía falta subrayarlo con fosforito en cada capítulo.

Eso no quita que la autora maneje el drama humano con maestría. Desde las diferencias maritales entre Clotilde y su esposo, hasta los dilemas éticos de Anya, Navarro sabe cómo mantenerte leyendo, aunque a veces te dé la sensación de estar en una clase de historia donde el profesor no quiere dejar nada fuera del temario.

¿Obviedades o subrayados? La eterna guerra del lector

El defecto principal de El niño que perdió la guerra es su tendencia a explicarlo todo como si el lector se hubiese dormido en las primeras páginas. Las reflexiones que deberían ser sutiles se convierten, en ocasiones, en pancartas que gritan: "Mira qué importante es este tema". A esto se suman algunas escenas en las que los personajes parecen más interesados en exponer el contexto histórico que en tener conversaciones naturales.

Eso sí, no se puede negar que Navarro hace sus deberes. La novela está tan bien documentada que podrías usarla como manual de referencia para escribir un ensayo sobre el siglo XX. Pero, como suele pasar en este tipo de novelas históricas, el equilibrio entre contar una historia y dar una clase magistral a veces se inclina hacia lo segundo.

¿Vale la pena?

Claro que sí, aunque con matices. El niño que perdió la guerra es como una ópera trágica: a veces exagera, pero siempre emociona. Las subtramas, los personajes complejos y el impresionante contexto histórico hacen que la novela merezca la pena, aunque te encuentres releyendo ciertos pasajes con una ceja levantada, pensando: "Esto ya me lo habían contado, ¿no?"

Así que, si te gustan los dramas históricos con algo de "intensidad pedagógica", esta novela será tu campo de juego. Y si no, al menos aprenderás algo de historia mientras acompañas a Pablo en su búsqueda de identidad, entre dictadores bigotudos y tragedias familiares. Porque al final, El niño que perdió la guerra no es solo una novela; es un recordatorio de que la libertad, aunque a veces te la expliquen demasiado, siempre vale la pena luchar por ella.

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